CATÁLOGO | Panorama de narrativas
Rimbaud el hijo
La aventura literaria de Pierre Michon es la de alguien que se resiste por todos los medios a «convertir el milagro en profesión, el talento en carrera literaria». De allí su admiración por los grandes textos sin género definible, como las Confesiones de un inglés comedor de opio, de De Quincey, todo Proust, o los poemas en prosa de Baudelaire. De allí, también, su escritura en el límite entre el fantasma y la invención, entre la biografía y la intuición iluminada del auténtico significado de una vida: el primer libro de Michon, Vies minuscules (1984), es ya un clásico, una obra de referencia de la última literatura francesa.
Michon no podía escapar, pues, a la fascinación por Rimbaud. Bajo su estela, bajo el milagro de haber sido «la poesía personificada», que rompió con todas las escuelas y todos los géneros, que a los veinte años ya había cambiado para siempre la historia de la poesía moderna, bajo el casi alucinógeno influjo del iracundo Rimbaud, Michon escribe esta vertiginosa mezcla de biografía, ensayo, novela, poema en prosa, o todo eso junto, en el intento de llenar ese hueco dejado por las cartas perdidas que el jovencísimo Rimbaud enviaba a los poetas consagrados de su tiempo: a Théodore de Banville, a Verlaine. Verlaine, sí, el compañero de la famosa y turbulenta huida a Londres, que acabó con disparos y encarcelamientos, y cuyo sentido busca Michon más allá de la «Vulgata», como él la llama, es decir, la insistente reducción de Rimbaud a un mito tardorromántico, a un pintoresco eslabón de una tradición literaria. Por el contrario, este libro inclasificable es un viaje a lo largo de todos los viajes de Rimbaud, de todos sus intentos de huida de su Charleville natal, de su madre posesiva, del fantasma de su padre, aquel Capitán que había huido a su vez; sus incursiones en Bélgica, donde es arrestado y devuelto a casa; sus escapadas a París, adonde llega por segunda vez, en 1871, con diecisiete años y con el manuscrito de El barco ebrio en el bolsillo. Y la huida final, a África, huida definitiva esta vez también de la poesía, en busca de oro, su nueva quimera, «porque no pudo convertirse en hijo de sus obras, es decir, aceptar su paternidad». Michon es, a su vez, un hijo de la prosa de William Faulkner, con un estilo espiralado, aluvial, incontenible, mezcla de admonición a los jóvenes de hoy y de discurso airado contra los encasillamientos en los que se sostienen todas las instituciones. Es el último maldito, el hijo de Rimbaud, el padre ausente, pero también, y en la misma línea genealógica, de Georges Bataille y de Jean Genet.
RESEÑAS DE PRENSA
La aventura literaria de Pierre Michon es la de alguien que se resiste por todos los medios a «convertir el milagro en profesión, el talento en carrera literaria». De allí su admiración por los grandes textos sin género definible, como las Confesiones de un inglés comedor de opio, de De Quincey, todo Proust, o los poemas en prosa de Baudelaire. De allí, también, su escritura en el límite entre el fantasma y la invención, entre la biografía y la intuición iluminada del auténtico significado de una vida: el primer libro de Michon, Vies minuscules (1984), es ya un clásico, una obra de referencia de la última literatura francesa.
Michon no podía escapar, pues, a la fascinación por Rimbaud. Bajo su estela, bajo el milagro de haber sido «la poesía personificada», que rompió con todas las escuelas y todos los géneros, que a los veinte años ya había cambiado para siempre la historia de la poesía moderna, bajo el casi alucinógeno influjo del iracundo Rimbaud, Michon escribe esta vertiginosa mezcla de biografía, ensayo, novela, poema en prosa, o todo eso junto, en el intento de llenar ese hueco dejado por las cartas perdidas que el jovencísimo Rimbaud enviaba a los poetas consagrados de su tiempo: a Théodore de Banville, a Verlaine. Verlaine, sí, el compañero de la famosa y turbulenta huida a Londres, que acabó con disparos y encarcelamientos, y cuyo sentido busca Michon más allá de la «Vulgata», como él la llama, es decir, la insistente reducción de Rimbaud a un mito tardorromántico, a un pintoresco eslabón de una tradición literaria. Por el contrario, este libro inclasificable es un viaje a lo largo de todos los viajes de Rimbaud, de todos sus intentos de huida de su Charleville natal, de su madre posesiva, del fantasma de su padre, aquel Capitán que había huido a su vez; sus incursiones en Bélgica, donde es arrestado y devuelto a casa; sus escapadas a París, adonde llega por segunda vez, en 1871, con diecisiete años y con el manuscrito de El barco ebrio en el bolsillo. Y la huida final, a África, huida definitiva esta vez también de la poesía, en busca de oro, su nueva quimera, «porque no pudo convertirse en hijo de sus obras, es decir, aceptar su paternidad». Michon es, a su vez, un hijo de la prosa de William Faulkner, con un estilo espiralado, aluvial, incontenible, mezcla de admonición a los jóvenes de hoy y de discurso airado contra los encasillamientos en los que se sostienen todas las instituciones. Es el último maldito, el hijo de Rimbaud, el padre ausente, pero también, y en la misma línea genealógica, de Georges Bataille y de Jean Genet.